“HÁGASE LA TIERRA” COMO PECADO ORIGINAL: Prólogo a Sángrate agua de Roxana Miranda Rupailaf
A mi sobrino Lautaro
Hemos creído que
el pecado original es el deseo, pero también la desobediencia; sin embargo, puede
que se trate de la mentira, de la mentira de esa pareja de enamorados que ante
un otro que los ama deben esconder su pasión, las señales de su fervor, el
rubor de su piel. Hubo que ocultar lo que ellos deseaban, las tórridas caricias,
un secreto. Allí nace la mancha que nos define como humanidad, es decir, la
historia universal de la mentira.
Posiblemente una de las más hermosas formas que ha ido tomando esa
mentira es la poesía. Ya Platón quiso expulsar a los poetas, a los que producen
esas ilusiones, de una república igual de dogmática que el paraíso. Si bien es
cierto que el arrobamiento poético no se desdice del deseo y la desobediencia,
es la posibilidad de simular otro mundo dentro de este, lo que lo convierte en
el bello peligro que representa hasta la actualidad, pues no se trata,
entonces, solo de esconder, sino de hacer ver lo visible con otros ojos que
escapen al designio de la naturaleza (zoé), del poder (bíos), del
yo (psiké). Esa potencia de lo no dicho, ese gesto de hacer de la verdad
una metáfora, es lo que, justamente, crea ese otro mundo, por más que hayamos creído
que la palabra es la que lo funda, pero el secreto también y esos universos
posibles dentro de este son en definitiva, el pecado original.
“Hágase la tierra” es el verso que abre Sángrate agua de Roxana
Miranda Rupailaf, obra que reúne Las tentaciones de Eva (2003), Seducción
de los venenos (2008), Shumpall (2011), Trewa Ko (2018) y Kewakafe
(2022), y que hace de esta sentencia primordial no solo una poética en sí
misma, sino el comienzo y el final de un relato visionario que no es distinto
de cómo se configura un sí mismo en lo otro no humano, de cómo se transfigura
en un yo de lenguaje, para finalmente llevarlo a ser parte de una mitología
propia, una cosmogonía marina, el nacimiento de un universo que de tan íntimo
se parece a la literatura, que es otra forma de esa primera transgresión.
En efecto, desde el primer libro hasta hoy la poeta ha emprendido un
proyecto que apela al inconsciente de los elementos, las aguas, la sangre, el
veneno, los fluidos y el mar como si fueran un mismo concepto y en ellos ha
encontrado un eco ante la extinción. No se trata solo de un canto profundo y
poderoso, sino de un diálogo total que va desde el propio cuerpo como accidente
geográfico hasta una teoría de la violencia emplazada desde una pregunta por el
deseo de vida y el de muerte. Estas poco más de dos décadas de escritura la
sitúan como una de las voces más importantes de la poesía chilena en el siglo
XXI y, sin lugar a dudas, Shumpall es ya uno de los primeros clásicos
contemporáneos en el contexto latinoamericano.
Ciertamente, hoy más que nunca dichos horizontes de escritura, de
lectura, de circulación, de reflexión sobre la poesía, tienen que ver con el escenario
a nivel continental, no tan solo por la concentración del poder global, sino
también por la singularidad de lo que está produciéndose y pensándose acá desde
las vanguardias de comienzos del siglo pasado hasta lo que son las nuevas
escrituras del presente que, a su vez, son las nuevas lecturas del mundo, pero
también del idioma español. En sus contradicciones, sus tensiones, sus derivas,
al igual que el portugués y/o el francés, se ven enfrentadas hoy a condiciones
que las vuelven a poner en el lugar de lenguas vulgares en camino hacia más y
más puertas abiertas en la casa del universo lingüístico de nuestra América.
En efecto, varios son los autores y autoras que desde estos lugares de
enunciación han podido dialogar desde distintas excepcionalidades, poner en
crisis, hacer ver de otro modo las lenguas que nos conforman como historia,
como literatura, como pensamiento propio, y entre esas experiencias críticas
son las lenguas indígenas las que no solo han estado en el cuarto oscuro del
relato de la nación, sino también las que se han visto obligadas a decir lo indecible
con todo su poder de transformación, de canto, de profecía, de oráculo y sueño,
y que, en un mundo menos pequeño que el nuestro, tendrían el valor de lo que
realmente son, porque se trata de otra escala, otra proporción, donde, por
ejemplo, las semillas y las estrellas son exactamente lo mismo en diferente
lugar, como el desierto y una piedra son lo mismo en diferente tiempo.
Son así las poéticas latinoamericanas escritas desde estas lenguas, las
que hoy parecieran tener más que ver con nuestro presente tanto desde las
crisis tecnológicas como políticas, tanto en la precariedad económica como de la
democracia, tanto de lo social como de lo íntimo. El aymara, quechua, mapudungún,
maya, guaraní, dialectos amazónicos, caribes, mexicas y el resto que han
sobrevivido nos están hablando desde un tiempo que sobrepasa al recorte que
hemos hecho como civilización y que, por ende, desde fuera de la historia
pueden decirnos a nosotros lo que nosotros hemos olvidado, tal como sucede con
libros sumamente notables, desde la Antología de poesía primitiva (1979),
de Ernesto Cardenal, hasta Los cantos ocultos. Antología de poesía indígena
latinoamericana (2008), de Jaime Luis Huenún, entre varios otros.
Obras como estas no solo compilan, prologan, enmarcan estas
textualidades, sino que las ponen a disposición en el formato libro, justamente,
para que ese soporte tenga que soportar su propia exclusión, dar cuenta de los
orígenes de algo que no tiene origen, de los comienzos de algo que comenzó
antes que nosotros: un pensamiento poético que se une a un pensamiento mítico,
un imaginario que es al mismo tiempo un inconsciente lingüístico no castellano,
no portugués, no francés. De este modo, hablar de oralidad, de poesía indígena,
de literatura escrita en lenguas originarias, de etnopoéticas, es en sí una
imposibilidad posible, un porvenir que regresa, una utopía, definitivamente,
con lugar. En todo esto hay un secreto que no será revelado por la
historiografía, la filología, la arqueología, la antropología, sino,
ciertamente, solo por la poesía y su relación directa con la potencia de lo
vivo, de lo que sobrevive: su testimonio del pecado original.
Es así que, en este sentido, la poesía mapuche disloca la diferencia que
las ciencias del lenguaje han querido establecer entre el habla y la lengua,
entre lo abstracto y lo concreto, entre lo natural y la sobrenaturaleza de la
lengua, que es por donde hablan los muertos con nosotros y nosotros con ellos,
en esa mentira que separa el más allá y el más acá. Esa espectralidad única es
el espíritu de esta poesía que en estos últimos cincuenta años ha tenido una
importante presencia no solo por sus autores y autoras, por las ediciones y
traducciones, sino porque este imaginario del sur de Chile es, sin lugar a
dudas, el que más ha levantado ese inalcanzable deseo entre los vivos y los
caídos, entre las formas de vida humanas y las que no lo son, entre el cuerpo y
el cosmos.
Ciertamente, encontramos en la llamada literatura mapuche, de manera
general, cómo los y las poetas hablan con sus antepasados como si se escribiera
a un futuro que regresa en cada hijo o hija, sobrino o nieto, del mismo modo
que los ríos, los árboles, las montañas, el mar, las plantas y animales son tan
interlocutores como lo somos nosotros en este momento. Por ende, es en este
contexto, entonces, tanto latinoamericano como chileno, contemporáneo como
ancestral, en castellano como en mapudungún, que la obra de nuevos y nuevas
poetas nos convoca a pensar justamente lo anterior en toda su actualidad, su
brillo, su urgencia, como es el caso de la poesía de Roxana Miranda Rupailaf
que se reúne en este volumen que en algún momento soñé, al igual que lo fue Invocación
al Shumpall (2009) en Ciudad de México hace quince años en Santa Muerte
cartonera.
Sángrate agua. Poesía reunida (2003-2024) es una sola historia
a través de todos los libros que lo componen, el movimiento de una voz que
recorre la civilización desde sus orígenes hasta las metáforas de su propia
destrucción. Desde los sueños primordiales que nosotros hemos llamado mitos
hasta la guerra cuerpo a cuerpo que es la violencia, tanto en una casa como en
la casa que es el propio planeta. Se trata, entonces, de una cosmogonía propia,
del reverso de los discursos que han podido nombrar sin nombrarse, de una poética
unitaria que abre y cierra sus metáforas para leer, asimismo, la propia
escritura. Por su parte, la recepción que ha tenido esta propuesta es
formidable no solo por los tempranos reconocimientos, las múltiples
invitaciones a festivales y ferias fuera del país o los cada vez más numerosos
estudios y trabajos críticos -desde los de Zenaida Suárez Mayor hasta los de
Fernanda Moraga, Gilda Luongo o Camila Albertazzo-, sino por la unanimidad en
cuanto a considerarla una de las más destacadas poetas de la novísima
generación de autores/as que comienzan su trabajo a partir del dos mil en Chile,
pero ya en un contexto latinoamericano.
Las tentaciones de Eva (2003), que
obtuvo el primer lugar en la categoría Príncipe del Concurso de Poesía Luis
Oyarzún, nos lleva a los primeros momentos de un paraíso para ser testigos de
un mito de creación que se invierte hasta ser transformado en una historia de
la destrucción que no se ha detenido hasta hoy, pues, en una posibilidad de
lectura, sus primeros moradores son los últimos de un mundo anterior. Volver a
un origen es volver siempre a inventarlo y esto es lo que acá sucede. Su primer
verso, “Hágase la tierra”, da cuenta de esta creación, no de la tierra sino de
una voz -pero sobre todo de una lengua-, y ese es el indicio que recorre todo
el libro: las formas en que un cuerpo más cercano a lo animal se convierte en
un yo animado, un ánima, y la nostalgia que toda subjetivización implica.
Las manzanas, como alimento y encanto, demarcan las escenas que también
recorren ese origen, desde las verdes y de estación hasta las agusanadas del
final. En ese trayecto, esa boca se reconoce: “Yo soy una mujer. / A veces
animal / a veces pájaro” (p. 21). Una Eva que es un ave desterrada, una Lilith
que devora a la fiera que desea en la ensoñación, pues su lucha es por su
propia comunión de la vida natural (zoé), la vida común (bíos) y
la vida espiritual (psiké), que es, finalmente, la tensión que hereda el
cristianismo de la inquietud de sí griega. Esa confrontación no dista mucho de
la imposición religiosa europea ante la religiosidad mapuche, que es siempre
una ética que une el mundo superior, el terrenal y el inframundo, tal como
ocurre con el “panteón sincrético huilliche”, según nos señalan Gabriel Pozo
Menares y Margarita Canio Llanquinao en Wenumapu: Astronomía y cosmología mapuche
(2014), donde se rinde culto al Abuelito Huenteao, pero también al Sol, a la
Luna o al Lucero del Amanecer (Wüñellfe),
asimilado como la Virgen María, también mujer y ave.
Seducción de los venenos (2008) no solo
conforma un díptico con la obra anterior, sino que confirma dicha matriz
expandiéndola hacia una materialidad de la propia escritura, una noción de sí
que solo es posible en la alteridad de otras Evas, otra esposa de Lot, otra
Dalila, otra María Magdalena, otra Lázara, otras serpientes de sal, tierra y
agua, pues, justamente, es la identidad donde la poesía no resulta idéntica a
sí misma ni donde identificarse significa ser algo. No se nace indígena, se
llega a serlo, podría parafrasearse a Simone de Beauvoir, y es, en efecto, la
experiencia que ha vivido una parte importante de las nuevas generaciones de
mapuches, dentro de las cuales se encuentra la autora.
“Armo esta sombra / a mi manera” (p. 115), señala en “Ritual de la
ausencia y sus sombras”, y concluye el libro con “verse hasta donde acaba la
visión del adentro” (p. 155). Entre ambas escenas de visibilidad que se tocan no
solo están los poemas entendidos como rituales y prácticas de sí, sino también
la poesía como presagio de su pecado original: “Se cumple la profecía / y
derramo tinta por los ojos (…) Escribo masacrándome, / mostrando / abriendo
llagas en que llorar” (p. 73). Esta tinta, esta sangre, estas serpientes que
cambian de piel, de materia, de tono, son finalmente el propio lenguaje que en
esta mitología personal es instado a transformarse en otro elemento, su siempre
otro, otra, tal como la orden en el poema “Ritual de la muerte y su desvelo”: “Sángrate
agua” (p. 149): el milagro.
Shumpall (2011), que recibió el Premio Municipal de Santiago en
2012, es, a mi modo de entender, el eje de este libro, en donde los mitos de
creación y formación se unen a los de crisis y destrucción que representarán las
dos siguientes obras; en sí, el punto más alto no solo de esta visión de mundo
que es esta poética, sino en donde el canto se hace océano, donde el agua,
definitivamente, sangra y, tal como señala Gonzalo Espino Relucé en la
contraportada de Kopuke filu / Serpientes de agua (Lima, 2017),
parece escrito “en un español que nos sabe a mapudungún”.
Se trata, en efecto, de la gran metáfora que une el océano y el
lenguaje, pero también las visiones sobrenaturales del mundo huilliche -que
definen el sumpall o chumpal como “especie de sirena que vive
en lagunas, arroyos y ríos”, tal como señala Jaime Luis Huenún en el glosario
de la edición de Epu mari ülkatufe ta fachantü / 20 poetas mapuche contemporáneos
(2003)- con las sirenas del Canto XII que desean encantar a Odiseo en su
retorno a casa y que son, ciertamente, mujeres y aves. La invocación, los
delirios, los descensos y la desaparición son las estaciones de este canto abisal
en que el tiempo solo existe contando las olas que rompen contra la noche y es
en esa profundidad vertical que podemos imaginarlo como una versión marina de Poema
de Chile, de Gabriela Mistral.
Trewa Ko (2018) abre el último díptico de este volumen y, de
algún modo, nos adelanta un desenlace ya sugerido que cruza por las ruinas de
Troya luego de que todos los oráculos se han cumplido. Una otra que es acá una
suerte de Penélope anuda su historia no con aquel Odiseo que regresa, sino con
su enemigo que muere, el príncipe troyano: “Ya no tejo Héctor,
/ ya olvidé lo que es hilvanar el corazón en
el espejo” (p. 199), en un archipiélago tan heleno
como chilote, que es de donde proviene el mito del perro de agua que enturbia
las aguas al raptar mujeres: “Los despojos de mi
cuerpo / colgados en cordeles que resisten la brisa
y la arena / de este puerto” (p. 217).
Si a lo largo del
relato que da forma a esta poesía reunida hemos visto cómo un cuerpo animal
lucha por convertirse en un sí mismo a través de todas las alteridades posibles
en el lenguaje, brindándole una potencia que une la poesía y la profecía, el
origen y el porvenir, lo mapuche y lo griego, donde por cierto recupera una
filología imaginaria, es en este libro
donde esa filiación hace aparecer una historia de la violencia o, dicho de otro
modo, entre la guerra de Troya y la de Arauco lo que se funda es aquel pecado
original de que este mundo sea otro, pero sobre todo de que el creado por la
mentira del lenguaje sea el que habitamos, y de allí un fragmento como este: “Lo
que me pertenece / Lo que me quitaron / Mi mudez se llama Chile”
(p. 287).
Finalmente, Kewakafe (2022) pone en escena la agonía en el
sentido de lucha, no solo de un cuerpo contra otro, sino de uno consigo mismo en
su animalidad, su habitar, su sobrevivencia, que es la pugna del primer libro,
y que halla en el boxeo como deporte olímpico también una forma de rito
funerario, tal como es su origen en honor a la muerte de Patroclo en la Ilíada.
“Sángrate agua” pareciera volver el eco y preguntar: “¿Habrás sentido la
sangre de los otros acariciarte el cuerpo?” (p. 299).
En este sentido mayor, los mapuches son nuestros griegos: guerreros y poetas,
creadores de una ética y una épica que libros como este conforman en la lucha
de un habla, un silencio, una voz.
Siempre se trató de la guerra, que no es otra cosa que la historia de la
civilización, desde los mitos que creaban las primeras distancias entre los
cuerpos de Adán y Eva hasta los últimos, que las aniquilan bajo la imagen de
dos cuerpos sosteniéndose frente a frente, como lo son las modernas guerreras
de un conflicto antiguo que deben mentir porque su pecado original,
indefectiblemente, también ha sido el deseo y la desobediencia.
La poesía de Roxana Miranda Rupailaf no solo ha construido un universo,
sino que también ha destruido su posible verdad, y esa es la violencia de la
literatura, la de hacernos ver que los muertos de toda guerra somos en este
otro lado del papel. Ante todo el dolor del mundo, hoy el oráculo debe
convertirse en una posibilidad de otro en este: “Hágase la tierra”. Este libro siempre
fue un vaticinio que lamentablemente leímos muchos siglos tarde nosotros los
romanos.
Santa Cruz de la Sierra-Santiago de Chile
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